Cuando mueren las piernas
Hoy mis piernas pesaban más de lo normal. Les correspondería ser las encargadas de llevarme de un sitio a otro, de conducirme por los caminos que debo recorrer, pero cuando no sólo no son capaces de hacerlo, sino que además se vuelven un impedimento, es difícil seguir adelante. Por un momento consideré la posibilidad de usar mis manos para desplazarme, después de todo llevo algunos meses ocupándome mucho más de mi condición física, desde aquel día en el que simplemente fui incapaz de levantarme de la cama. Sin embargo, me vinieron a la memoria mis escasas y poco exitosas experiencias en cualquier cosa mínimamente relacionada con la gimnasia y recordé que mi problema nunca fue la fuerza, sino el equilibrio. Descartadas las manos, los brazos, no me quedaban muchas otras posibilidades: podía arrastrarme cual reptil, podía rodar cuesta abajo o podía decidir que el lugar en el que me encontraba era el mejor lugar para estar, así que no necesitaba moverme de ahí, nunca más.
Los reptiles son criaturas incomprendidas, subestimadas y que sufren muchos prejuicios. Las dos últimas características no lo creo, pero la primera desde luego que la comparto. Reptar podría ser un buen modo de describirme, de hacerme manifiesto, de exponer mi interior, de mostrarme honestamente. Sin embargo, la relación de un reptil con la tierra es demasiado intensa, son casa e inquilino, madre e hijo, maestro y alumno, preso y policía. Habría sido soberbio asumir ese rol, y seré muchas cosas, pero no soberbio.
Rodar no deja de ser interesante: es un buen modo de ahorrar energía y de aprovechar la gravedad, pero había algo que me preocupaba mucho, y es que no tendría modo de controlar la dirección en la que avanzaría, estaría completamente a merced de las inclinaciones de la tierra y, dado que mi relación con ella es buena, pero no intensa, como ya quedó patente, pensé que, aunque no tenía claro a dónde quería ir, o ni siquiera si quería ir a algún sitio, dejar una decisión de ese tipo en manos de la Madre podría ser un poco arriesgado. Había que ser cautos y decidí no poner mi camino en juego.
Por último, la tercera opción parecía ser la que más me convenía, aunque no dejaba de ser una decisión muy drástica la de permanecer ahí, para siempre, reconciliándome con mis piernas y con mi deseo de moverme, mi deseo de seguir hacia adelante, de volver a la senda de las decisiones, del deber ser. Se estaba bien donde se estaba: la lluvia podría saciar mi sed, las manzanas aplacarían mi hambre y, cuando quedara solo (en ese momento no lo estaba), siempre habría algún gato, algún cuervo, alguna ardilla que me hiciera compañía. Sabía que debía moverme, que debía seguir mi camino, aunque desconociera por completo mi destino; sabía que todos me mirarían con desprecio si finalmente decidiera detener mi andar y parar, sólo parar, solo, parar. Pero, ¿qué podía hacer? Mis piernas habían tomado decisiones que me correspondían a mí, o quizás tomaban esas decisiones que yo no me había atrevido a tomar, después de todo lo más difícil es decidir no decidir. Quizás le debía a mis piernas la acción más valiente de toda mi vida: ser cobarde. Era conciente, sin serlo, claro está, de que se estaba bien donde se estaba porque una serie de astros me habían depositado allí, de la mano de los sueños hechos carne, donde el sol brillaba lo justo y donde el césped crecía bajo mis pies, veloz, lo justo como para poder sentir su vida en mis piernas en coma. Era un buen lugar para estar porque todo eso que no era perfecto me lo parecía gracias a la fabulosa labor de mi cerebro, ése que nunca duerme, ni cuando debería dormir; ése que imagina siempre, incluso cuando debería vivir en vez de idealizar.
Pero en algún momento todo eso se acabaría: los sueños hechos carne marcharían hacia el mar, el sol se volvería abrasador y la vida marcharía de ese césped, que ardería en llamas. Sólo me quedaría mi fantasía, siempre conmigo, esa única compañera que decidió no abandonarme. Quedaríamos los dos, entre monólogos mudos, miradas perdidas y abrazos vacíos. En el futuro todo eso pasaría, pero en ese momento se estaba bien donde se estaba. ¿Para qué luchar? Ser cobarde es la elección más difícil y que requiere más valor. Yo no estoy aquí para ser un héroe, mis piernas no me lo permitirían. ¿Para que luchar?
Los reptiles son criaturas incomprendidas, subestimadas y que sufren muchos prejuicios. Las dos últimas características no lo creo, pero la primera desde luego que la comparto. Reptar podría ser un buen modo de describirme, de hacerme manifiesto, de exponer mi interior, de mostrarme honestamente. Sin embargo, la relación de un reptil con la tierra es demasiado intensa, son casa e inquilino, madre e hijo, maestro y alumno, preso y policía. Habría sido soberbio asumir ese rol, y seré muchas cosas, pero no soberbio.
Rodar no deja de ser interesante: es un buen modo de ahorrar energía y de aprovechar la gravedad, pero había algo que me preocupaba mucho, y es que no tendría modo de controlar la dirección en la que avanzaría, estaría completamente a merced de las inclinaciones de la tierra y, dado que mi relación con ella es buena, pero no intensa, como ya quedó patente, pensé que, aunque no tenía claro a dónde quería ir, o ni siquiera si quería ir a algún sitio, dejar una decisión de ese tipo en manos de la Madre podría ser un poco arriesgado. Había que ser cautos y decidí no poner mi camino en juego.
Por último, la tercera opción parecía ser la que más me convenía, aunque no dejaba de ser una decisión muy drástica la de permanecer ahí, para siempre, reconciliándome con mis piernas y con mi deseo de moverme, mi deseo de seguir hacia adelante, de volver a la senda de las decisiones, del deber ser. Se estaba bien donde se estaba: la lluvia podría saciar mi sed, las manzanas aplacarían mi hambre y, cuando quedara solo (en ese momento no lo estaba), siempre habría algún gato, algún cuervo, alguna ardilla que me hiciera compañía. Sabía que debía moverme, que debía seguir mi camino, aunque desconociera por completo mi destino; sabía que todos me mirarían con desprecio si finalmente decidiera detener mi andar y parar, sólo parar, solo, parar. Pero, ¿qué podía hacer? Mis piernas habían tomado decisiones que me correspondían a mí, o quizás tomaban esas decisiones que yo no me había atrevido a tomar, después de todo lo más difícil es decidir no decidir. Quizás le debía a mis piernas la acción más valiente de toda mi vida: ser cobarde. Era conciente, sin serlo, claro está, de que se estaba bien donde se estaba porque una serie de astros me habían depositado allí, de la mano de los sueños hechos carne, donde el sol brillaba lo justo y donde el césped crecía bajo mis pies, veloz, lo justo como para poder sentir su vida en mis piernas en coma. Era un buen lugar para estar porque todo eso que no era perfecto me lo parecía gracias a la fabulosa labor de mi cerebro, ése que nunca duerme, ni cuando debería dormir; ése que imagina siempre, incluso cuando debería vivir en vez de idealizar.
Pero en algún momento todo eso se acabaría: los sueños hechos carne marcharían hacia el mar, el sol se volvería abrasador y la vida marcharía de ese césped, que ardería en llamas. Sólo me quedaría mi fantasía, siempre conmigo, esa única compañera que decidió no abandonarme. Quedaríamos los dos, entre monólogos mudos, miradas perdidas y abrazos vacíos. En el futuro todo eso pasaría, pero en ese momento se estaba bien donde se estaba. ¿Para qué luchar? Ser cobarde es la elección más difícil y que requiere más valor. Yo no estoy aquí para ser un héroe, mis piernas no me lo permitirían. ¿Para que luchar?
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